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In the midst of the health and economic crisis, the policy of salary increases has once again become part of the public agenda. In Bolivia, it is enacted every May 1st to commemorate Labour Day (May Day). The Bolivian Workers’ Union (COB Central Obrera Boliviana) has called for a 5% increase in the basic salary and national minimum wage. Some of its members are even demanding 10%. However, the formal business associations have rejected any salary increases.

Both positions appear to be legitimate in terms of these organisations’ mandates to look after their members. Both can be considered fair or sensible. However, the perspective of labour policymakers should not be biased towards one or the other sector. Rather, it should be broad, taking into account the entire working population, as well as the country’s economic situation, to implement less costly and more effective measures (in social and economic terms).

The few evidence-based studies that exist for Bolivia show that a de jure salary increase reduces the demand for formal employment (i.e., subject to all labour rights conferred by law). When it does not derive from inflation or improved productive performance, it generates informality and unemployment. For example, the double Christmas bonus measure, implemented in 2013, implied an increase in the formal business payroll. It was one of the factors that caused the percentage of the employed population benefiting from this bonus to decrease from 19.4% in 2013 to 14.9% in 2014 (estimates based on Household Surveys).

In fact, salary policy has moved in contradiction with Bolivia’s labour scenario. Real labour income has fallen, and unemployment has risen, as a result of low productive development. For example, in 2011, 55.1% of the country’s workers had a labour income at least equal to the minimum wage (measured in hours) and as of 2019. This percentage fell to 42.6% (estimates based on Household Surveys).

In 2020, the health and economic crisis further deteriorated the labour scenario, with higher unemployment, underemployment and possibly informality, making wage policy even more cost-effective. In this context, salary increases should take into account five main aspects:

First, inflation increase – which allows maintaining a salary’s purchasing power – and which reached 0.67% in 2020 (according to the National Institute of Statistics).

Second, labour productivity (i.e., output per worker), whose highly optimistic estimate predicts a negative rate of -2% in 2020. It thus implies a higher labour cost in terms of benefits.

Third, the drop in domestic sales and production, with fewer formal companies able to take on any wage increases compared to, for example, the economic boom period.

Fourth, the country’s difficult fiscal situation, with high deficits inherited from 2014, severely limit any increase in current public spending via higher public salaries.

Finally, the persistence of health and economic problems for several months to come.

With the exception of inflation, the aspects described above show that, at this particular juncture, a salary increase policy, although it may favour a group of workers, will only favour a small group (14.9% of the employed population, according to the bonuses indicator). It will imply high costs in terms of the net destruction of formal employment and an increase in unemployment and informality, with a very likely negative net benefit from a socio-labour perspective.

Economía, Covid-19 e incremento salarial

por Beatriz Muriel H.

En medio de la crisis sanitaria y económica, la política del incremento salarial ha vuelto a ser parte de la agenda pública; ya que -como es bien conocido- esta se promulga cada 1 de mayo conmemorando el día del trabajador. Por un lado, la Central Obrera Boliviana (COB) ha pedido un aumento del 5% al haber básico y salario mínimo nacional, aunque una parte de sus afiliados demanda el 10%. Por otro lado, los gremios empresariales formales han rechazado cualquier alza de las remuneraciones.

Ambas posiciones parecen ser legítimas desde los mandatos que tienen estas organizaciones de velar por sus asociados; en el sentido de que pueden considerarse justas o sensatas en ambos casos. Sin embargo, la perspectiva de los hacedores de políticas laborales no debería ser parcializada a uno u otro gremio, sino amplia, tomando en cuenta toda la población trabajadora, además de la situación económica que vive el país; para implementar medidas menos costosas y más efectivas (en términos sociales y económicos).

Los pocos estudios, basados en evidencia, que existen para Bolivia muestran que un incremento salarial de jure reduce la demanda por empleo formal (i.e. sujeto a todos los derechos laborales conferidos por ley) generando informalidad y desempleo; cuando no se deriva de la inflación o de un mejor desempeño productivo. Por ejemplo, la medida del doble aguinaldo, implementada en 2013, implicó un aumento en la planilla salarial del empresariado formal y fue uno de los factores que ocasionó que el porcentaje de la población ocupada favorecida con este bono disminuya del 19,4% en 2013 al 14,9% en 2014 (estimaciones basadas en las Encuestas de Hogares).

De hecho, la política salarial ha ido en contraposición con el escenario laboral en Bolivia; ya que los ingresos laborales reales han bajado y el desempleo ha aumentado como resultado del bajo desarrollo productivo. Por ejemplo, en el año 2011, el 55,1% de los trabajadores del país tenían un ingreso laboral al menos igual al salario mínimo (medido en horas) y ya en 2019 este porcentaje cayó al 42,6% (estimaciones basadas en las Encuestas de Hogares).

En el año 2020, la crisis sanitaria y económica ha deteriorado aún más el escenario laboral, con mayor desempleo, subempleo y, posiblemente, informalidad; haciendo que la política salarial deba ser aún mejor pensada en términos de costo-efectividad. Bajo este contexto, el incremento salarial debería tomar en cuenta cinco aspectos principales.
Primero, el aumento de la inflación –que permite mantener el poder adquisitivo de los salarios– y que llegó al 0,67% en 2020 (de acuerdo al Instituto Nacional de Estadística).

Segundo, la productividad laboral (i.e. producto por trabajador), cuya estimación altamente optimista supone una tasa negativa de -2% en 2020 y, por lo tanto, implica un mayor costo laboral en términos de beneficios.

Tercero, la caída de las ventas y producción nacional, con menos empresas formales con la posibilidad de asumir cualquier incremento salarial en relación, por ejemplo, al periodo de bonanza económica.

Cuarto, la difícil situación fiscal en la que se encuentra el país, con elevados déficits que se heredan desde el año 2014 y que limitan fuertemente cualquier incremento en los gastos públicos corrientes vía sueldos públicos más altos.

Por último, la persistencia de los problemas sanitarios y económicos por varios meses más.

Con excepción de la inflación, los aspectos descritos anteriormente muestran que, en esta particular coyuntura, una política de incremento salarial, si bien puede favorecer a un grupo de trabajadores, este es reducido (14,9% de la población ocupada acuerdo al indicador de tenencia de aguinaldo) e implicará costos elevados en términos de la destrucción neta de empleo formal y aumento del desempleo y la informalidad, siendo muy probable tener un beneficio neto negativo desde una perspectiva sociolaboral.

Este artículo fue publicado originalmente en Página Siete